4 feb 2013

La última casa de la ciudad

Publicado por Alberto


Cerca de cinco kilómetros. Alrededor de veinte paradas. El 21 era el autobús que a ti me llevaba. Su recorrido era el más largo de todos, que a mí se me hacía más extenso debido a la invasión de deseos de verte y de llegar a tu refugio que sufría. Parecía que aquel trasto nunca avanzaba, copón. El sonriente conductor del turno de los viernes a las seis de la tarde ya me conocía. Ese día, a esa hora, comenzaba el camino hacia aquello que hacía que el vagar de cada semana mereciera la pena.
Sin falta durante meses, cruzaba con ganas la ancha plaza de la Universidad, porque allí empezaba la travesía. Raro era que no hubiese un autobús ruidoso esperando a que incautos como yo lo tomáramos. La parada estaba justo delante de la Facultad de Derecho, donde estudiaba Carlos. ¿Te acuerdas de él? Sí, ese que se fue a vivir a París.
El pesado vehículo, después de cruzar varias calles, llegaba (y sigue llegando) a la placita donde empezaba la calle Mayor. Óscar vivía en el 9 o el 10 de esa calle… o en los dos a la vez en algún momento… Aún tiene que explicarme esa historia, porque aquella chica lo cambió para siempre, y para bien.
A partir de ahí una sucesión de cruces y rotondas que parecían no tener fin. Ese viejo cacharro me unía a mis dos mejores amigos y a ti, mi vida, pues tú vivías en la última casa de la última calle de un trayecto en el que el pulso vital de la capital cogía forma ante mis ojos. Tu guarida, ya rodeada de árboles, era una de las construcciones finales de la ciudad. Tu sonrisa esperándome era el trofeo final al suplicio que implicaba el recorrido, mientras te soñaba durante la veintena de detenciones.
Cruzar aquella oxidada verja delantera era lo más parecido a estar ante las puertas que san Pedro custodia, pues al otro lado, lo único que cabía era el placer de vivir y de amar. A nadie mejor que a ti he conocido entre las sábanas. Sería capaz de cartografiarte palmo a palmo, pues visité todos tus parajes, muchas veces sin percatarnos de que ya había amanecido. Como si fuésemos vampiros, nada importaba más allá de las cuatro esquinas de tu lecho paradisíaco mientras las estrellas fuesen testigos de nuestros actos. No dejo de recordar una y otra vez las veredas que recorrí para perderme entre tus encantos de todas las formas posibles. Con el tiempo me di cuenta que la fuente de mi felicidad eran tus abrazos, tus besos, tus caricias, el dulce timbre de tu voz. Tú.
El sábado, a las siete y media, después de una despedida a la vez ardiente y precipitada, mi existencia volvía a desplazarse en un traqueteante autobús a manos de un conductor más bien malhumorado. Tan sólo diez minutos después regresaría tu padre de su guardia en el hospital. Él no lo sabe, pero el chaval a medio vestir con el que se ha cruzado en la acera más de una mañana sabatina acababa de salir de su (tu) hogar.
Hoy es viernes. Dentro de poco el reloj del ayuntamiento va a dar las seis. El viejo 21 estará allí. Y la plaza de la Universidad. Y la calle Mayor. Y el conductor risueño. Y el malhumorado. Y las veinte paradas. Y la verja de tu casa. Y tus blancas sábanas. Y la cama donde nos inundamos de besos y caricias. Y la estrecha acera donde más de una vez cedí el paso a tu progenitor.
Pero tu sonrisa, tu irrepetible sonrisa, esa que me llenaba de luz y de vida, y tu cuerpo, ese conjunto sedoso que neutralizaba mi sentido común, no estarán. Se fueron cuando aquel descerebrado decidió acelerar ante el disco bermellón y dejarme a mí sin ti, a mí sin nada.

Texto: Alberto (@AlbertoCdP)
Imagen: Anais (@Destroyer8)

0 comentarios: