30 oct 2012

Calle Mayor, 9

Publicado por Alberto


De todas las calles de la ciudad, elegiste la calle Mayor. De todas las casas de esa calle, elegiste la que tenía un nueve en la ajada viga que hacía las veces de dintel. Esa decisión nos llevó a la situación en la que estamos ahora, esta noche de enero.
Yo me había instalado en el número diez de la calle, la más antigua de la ciudad, hacía exactamente un año, cuando llegué hasta aquí huyendo del asfixiante ambiente de mi aldea. Me acogía una casita minúscula, muy estrecha, que ahora veo a través de tu ventana, desde donde intuyo mi cuarto. Al otro lado de la empedrada vía peatonal llegaste tú; tu existencia crecía en una construcción más generosa, pero muy anticuada, que parecía que en cualquier momento podía sepultarte bajo un monte de piedra y madera.
Lo reconozco, no reparé en ti en inicio, aunque el azar horario de la facultad hiciese que nuestras sendas se cruzasen, sin impactar, día tras día durante semanas, como luego me recordaste. El trayecto en autobús, que compartíamos a diario, tampoco sirvió para acortar la distancia que había entre nosotros.
No había desdén en mi actitud, lo juro. Sencillamente, no te percibí del modo especial que ahora sé que tú merecías. Eras un rostro más entre los centenares que cada día veía.  Ahora sé que esa falta de interés no era correspondida. Tú te habías fijado en mí, lo que nunca antes había hecho nadie. Una tarde, en un frío pasillo académico, pronunciaste un tímido y tartamudeado “hola” que me hizo descubrir una cálida voz reconfortante, y al que yo, sorprendido, respondí casi sin tiempo para pensar, estrujándome hasta que descubrí de qué te conocía.
Aquel otoño estaba siendo inusualmente cálido, así que cuando el tiempo cambió, la primera lluvia te pilló de sorpresa. El mismo día en el que nuestro silencio se vio quebrado, de regreso a casa, bajé del autobús y ahí estabas, calada, temblando mientras te refugiabas como podías bajo la marquesina, buscando con esos ojos grandes y extraños (¿grises?) una escampa que nunca llegaba. Sin preguntarte, me dijiste que vivías en la calle Mayor, número 9, así que te ofrecí mi paraguas y accediste, un poco ruborizada ahora que lo recuerdo, a acompañarme.
La caminata, no demasiado larga, estuvo dominada por un silencio solo roto por nuestras pisadas sobre los charcos y el repiqueteo sobre la tela del paraguas. Llegamos al número nueve. Me miraste y mis mejillas se toparon por dos veces con tus mágicos labios. Un quebrado “gracias” y un instantáneo abrir y cerrar de tu oscura puerta de madera acabaron con el paseo.
Sinceramente, no sé qué descarga se produjo en mi cuerpo para dejarme así de catatónico. Tras unos segundos con los pies clavados en el pavimento ante tu puerta, crucé la calle y entré en casa. Me tiré en la cama y mi cuerpo reaccionó a nuestro levísimo contacto, lo reconozco. Miré por la ventana hacia tu morada. Te intuí entre mis cortinajes y los tuyos y di rienda suelta a lo que sentía en ese momento, recordando los rizos negros que acababa de descubrir, las curvas que tan solo había intuido.
Aquella noche y la mañana que la siguió fueron interminables, imaginándote. No nos cruzamos esa jornada. Por la tarde, decidí echarme a dormir, aunque apenas lo conseguí. Poseíste mi conciencia. Al cabo de unas improductivas horas, ya de noche, dejé atrás las sábanas y comencé a desnudarme para darme una ducha. De golpe, no sé por qué, me sentí escudriñado. Giré la cabeza hacia la ventana, y allá, a no más de diez metros de distancia, te vi durante un segundo antes de desaparecer, tras un estremecimiento fugaz de tu estor. Me habías observado, como yo había hecho contigo el día anterior; decidí no confesarte ese descubrimiento. En ese momento, fui del todo consciente de la realidad. Alguien se había percatado de mi existencia. Y no cualquier persona. Eras tú. No daba crédito, después de tantos años de soledad forzada.
Lloviera o no, decidiste esperarme en la parada del autobús el tiempo que fuese necesario. Siempre íbamos juntos hasta el lugar donde se enfrentaban los números nueve y diez de la calle, donde mejillas y labios se encontraban. La conversación era banal, pero muy limpia, muy suave. Las semanas fueron transcurriendo y un día, decidiste que tus dedos rodeasen los míos. No pude negarme.
Pronto me di cuenta de que por mucho que hiciese trabajar a la chimenea, no había calidez en mi morada. Que por muy estrecho que fuera mi catre, cada noche era inmenso en mi soledad. Que por mucha gente que acudiese a mi casa, nadie me abrazaba al ponerse el sol. Pero no daba el paso para decirte que la pieza que faltaba en el rompecabezas de mi vida eras tú.
Una mañana de principios de año empezó a nevar suavemente mientras tú y yo estábamos en diferentes estancias universitarias. Saliste antes que yo, como siempre, pero la nieve hizo que tu autobús llegase con el retraso suficiente como para que yo también pudiera tomarlo. Me recibiste con una sonrisa que yo ya encontraba extremadamente hermosa. El conductor avanzaba lento, cauto, y nuestra conversación pudo ser más larga de lo habitual.
Descendimos en nuestra parada, en la placita que daba paso a nuestra calle Mayor. Hoy en día parece que los coches cuentan más que las personas, así que, al ser peatonal la vía, nadie se había preocupado de quitar el denso manto blanco que la cubría.
Mis enguantados dedos tomaron los tuyos mientras mi paraguas iba tornándose más y más blanquecino. Llegamos al número nueve y tú decidiste cambiar el guión. Decidiste sacarme de mi ostracismo. Decidiste que nuestros labios estuviesen en contacto para después hacer que nuestras lenguas de fuego se tornasen una llamarada única de una fuerza que nunca antes había sentido. Separamos nuestros rostros. Tu mirada y la mía se unieron. Ambos esbozamos esa sonrisa, única, que nace en el interregno que hay entre dos besos. El frío colaboraba para que nuestra respiración sonase más fuerte. Ni siquiera oía nevar. Nos besamos de nuevo. Una y otra vez, hasta que tomaste mi mano con fuerza y me hiciste pasar bajo ese negro 9 pintado sobre la madera. Subimos a trompicones unos escalones de los que no me di ni cuenta.
Yo nunca antes había hecho lo que íbamos a hacer, lo que ya estábamos haciendo. Te lo confesé avergonzado y una sonrisa de chica traviesa fue tu respuesta. “No te preocupes, seré tu guía”, dijiste. Siempre había sido yo quien te había guarecido, protegido y guiado, y de repente cambiaron las tornas. Tú eras la que estaba al mando, orientándome en el mapa de tu cuerpo.
A medida que aumentaba nuestra desnudez, disminuía mi cobardía. Mientras tú llegabas hasta el último de mis recovecos, yo recorrí todos y cada uno de tus senderos hasta que fui el amo de tu castillo. Después del estallido final, en el que el cosmos se estremeció, no pude sino tejer un manto de besos que te cubrió por completo.
Exhaustos, caímos rendidos al sueño que nos invadió y dormimos, al fin, abrazados mientras el cielo se llenaba de lunares plateados. Muy juntos, por muy grandes que fuesen las sábanas que nos envolvían. Sintiendo calor sin necesidad de leña.
Yo me he despertado primero. Te contemplo mientras duermes con la cabeza sobre mi pecho. Sonrío mientras pienso que mi destino, y el tuyo, cambiaron un día de enero. Y ese día es hoy.

Imagen: Anais @Destroyer8

1 comentario:

  1. Te lo dije por mensaje pero lo repito por aquí: Jamás vi a nadie con el don de hacer dulce lo picante. Enhorabuena, compañero.

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