29 abr 2013

Tú no lo sabías

Publicado por Alberto



Tú no lo sabías, así que no te puedo echar la culpa de haberme tratado así. O sí. Nadie debería comportarse como tú lo hiciste, independientemente de las circunstancias de los demás. Atrás hiciste quedar la época gloriosa, en la que cual chica de ayer, tus cabellos dorados me parecían el sol. Esas tardes a tu lado, paseando, orgulloso de recorrer contigo las calles de la ciudad. Y por qué no, más de una madrugada sintiéndote como parte de mí en el asiento trasero de mi Corsa heredado. Fuiste capaz de mutilarlo todo y convertirlo en nada.
Y eso que el final empezó bien. Habíamos quedado para comer juntos en la cafetería de la Facultad de Periodismo, la tuya. Ahora que lo pienso, los dos propusimos vernos, porque, visto lo visto, los dos teníamos cosas que contarnos.
Sigo sin comprender aún cómo fuiste capaz de besarme, furtiva, cuando nos encontramos. Yo, que había desdeñado las caras de quienes habían viajado a mi alrededor en el metro porque no iban a verte, estaba tan nervioso como siempre que dirigía mis pasos hacia ti. Lo que tenía que contarte me mataba por dentro.
Literalmente.
Empezamos a hablar. Por suerte, no había demasiada gente a nuestro alrededor. Era un típico día de otoño, con un mortecino cielo gris y una miríada de hojas tiñendo de naranja y marrón el ajado pavimento. Al contrario que tú, el ambiente no era demasiado frío. De eso me percaté desde el primer momento. La conversación no avanzaba ni crecía con facilidad.
Ahí fue cuando, sin dar tiempo a mi reacción, comenzaron a aparecer palabras inquietantes e inconexas de esos labios que tantas veces me habían llenado de ardor. Dudas… futuro… lo nuestro… necesidades… traición… Noqueado desde el primer golpe, el tono que iba tomando todo me convirtió en un guiñol incapaz de responder, más allá de unos leves balbuceos sin una meta clara. Las lágrimas que había creído verte se convirtieron en reproches y acusaciones más graves cada vez. Defendí mi inocencia tenuemente. No sabía de quién me estabas hablando. Te pregunté por la persona que te había contado esas mentiras. Tus respuestas evasivas hicieron que las lágrimas, ahora de verdad, aparecieran, pero en mis ojos. Me veía empequeñecer, inútil, ante tus palabras. Mi fuerza se apagaba, bajé mi espada y mi escudo, limitándome a resistir un chaparrón cuyo último trueno me cruzó la cara. Aquel me produjo un dolor más moral que físico, te lo aseguro.
Te levantaste y allí me dejaste. Lloroso. Impotente. Incapaz de nada. Lo peor fue que no me diste oportunidad de explicar lo que desde el primer momento quería contarte, lo que debías saber. Tú destrozaste mi corazón, el metafórico. Eso sí lo sabías. Lo que no sabías era que el de verdad, con sus pequeñas aurículas y alargados ventrículos, fallaba. Demasiado, Eva. Pero no me diste tiempo para decirte nada. No cogiste mis llamadas, y lo que necesitaba que supieras no podías saberlo por escrito. Tenías que escuchar mi voz.
Supongo que Diego te habrá entregado el sobre que contiene estas líneas tristes que escribo en el ocaso de mi vida, en el que tú tanta falta me habrías hecho. Tranquila, estás perdonada. Tú no lo sabías. Le hice prometer que te lo daría sólo si ocurría lo peor.
Pero tú no lo sabías, así que no te puedo echar la culpa por hablarme de ese modo. O sí.

Imagen: Mery (@merybrightside)

0 comentarios: